lunes, 15 de marzo de 2010

Aportaciones a "Los muertos de mi vida"


Lola de Remigio quien fuera raptada por Celso Zepeda, una historia no contada en Los muertos de mi vida.
Se hizo mujer la tarde en la que el zapatista la levantó en vuelo mientras huía, precisamente, de él. El rapto terminó en una alocada entrega de amor y sexo. "Era guapo, muy guapo", contaría después a sus hijas, nietas y bisnietas. Sólo compartió con él, una semana. Siete días de rebozos nuevos, faldas, blusas bordadas y collares de canutillo. Comida abundante. Horas compartidas en un petate en la guarida del legendario y temido Celso Zepeda, muy cerca de San Roque en Tepeyahualco de Hidalgo.
Le sigo la pista a Celso Zepeda. Si alguien sabe algo de él, por favor compártanlo conmigo.

martes, 9 de marzo de 2010

A los muertos les va bien...

A todos los amigos les recuerdo que aparten la fecha del sábado 17 de abril para la presentación de Los muertos de mi vida, en la hacienda de San Roque.

A los muertos les ha ido bien y presentamos la novela en la sala Adamo Boari del Palacio de Bellas Artes.
Será el 23 de junio a las 19:00 hrs.
Los comentaristas : Teresa Colchero Garrido, Felipe Galván y Roberto Martínez Garcilazo, a quienes estoy profundamente agradecida.

Me encantaría que se unieran a los poblanos que orgullosos entregamos obras literarias, como homenaje a los caídos en los movimientos de la Independencia y la Revolución Mexicana.

lunes, 1 de marzo de 2010

"La luz de la tierra sale de sus párpados" a pesar de la tragedia.

El fin de semana tuvimos trabajo en la casa de la montaña. “El Despertar”, se llama.

Recibe los saludables vientos del volcán Iztaccíhuatl y la madrugada del sábado nos acompañó la luna, casi llena, refulgente.


El domingo trabajé atendiendo a la gente que asistió al Temazcal. Entre cocina, ritos, cantos y vapores, los alumnos de investigación de Rafael tuvieron el primer encuentro con lo que algunos llamaron: “una intensa experiencia”. Meditaciones, introspecciones. De alguna manera: equilibrio de la mano con la magia.


Me es difícil regresar a lo cotidiano, a Puebla, al hogar de la semana, al trabajo en la librería. Pensaba en eso cuando encendí la radio del coche y llegué a escuchar parte de una historia ensordecedora. Así la sentí. El silencio provocado por la incredulidad, por el dolor, por la rebeldía. De nuevo un terremoto acompañado además por un maremoto (al que ahora en los medios llaman tsunami, término japonés y no castellano), en Chile.


Viví los desastres provocados por un maremoto en la costa de Nicaragua, cuando en una misión de solidaridad, en 1992, el gobierno de México envió un pequeño grupo de psicólogos. Recibí la llamada de mi maestro, el doctor Rafael Núñez Ovando. “Hubo un maremoto en mi tierra, pasado mañana salimos para Nicaragua. ¿Cuento contigo?” “Doctor, no sé qué decirle, la invitación es un poco precipitada.” “También lo fue el maremoto.”


Entre el diminuto y decidido grupo estábamos: Marisela Díaz Jiménez, Consuelo García de la Hidalga, el doctor Rafael Núñez Ovando, Erick Chargoy y yo.


Si es difícil describir la devastación provocada por un terremoto, la de un maremoto toca los límites de lo absurdo. En las costas de Nicaragua la enorme ola midió ocho metros de altura. Da igual, lo terrible es la fuerza con la cual traspasa los límites habituales, destruye todo a su paso dejando las estructuras de las construcciones, como si fueran papeles arrugados por una poderosa mano. Los cuerpos sin vida sobre los árboles o desaparecidos por siempre en las profundidades del océano.


Escuché a Adela Micha hablar de una niña chilena de doce años, quién había salvado a los pobladores de la isla Robinson Crusoe.


¡Despierta, despierta, mujer! ¡Suena la campana! ¿Escuchas? Espera, ¿fueron dos o tres toques? ¿Llamará a incendio o alguien se murió? ¡Despierta mujer y trae a los niños!
Del archipiélago Juan Fernández, la única isla habitada es la que lleva el nombre de Robinson Crusoe. Antes prisión de patriotas, ahora, hogar de Martina Maturana. Su padre, un carabinero, fue designado a la esmeralda flotante en el universo de agua. Lejos, muy lejos estaba el continente, Valparaíso con sus casas escurriendo en dirección al mar, su abuelo.
Se despidió de él una tarde. Una de tantas despedidas.
-¡Estoy rodeada por el mar, abuelo!
Le dijo Martina preocupada, con la boca fruncida, con los brazos cruzados sobre el pecho. Él se acercó y la abrazó.
-Aprenderás a quererla, mírame a mí, no puedo alejarme ya de Valparaíso. “Necesito del mar porque me enseña: no sé si aprendo música o conciencia: no sé si es ola sola o ser profundo o sólo ronca voz o deslumbrante suposición de peces y navíos. El hecho es que hasta cuando estoy dormido de algún modo magnético circulo en la universidad del oleaje.” No temas, mi niña “bella, de finas manos y delgados pies como un caballito de plata, andando, flor del mundo, así te veo, bella.” Te quiero, recuérdalo siempre.
-Abuelo…
-Aquí estaré, atrapado entre los barcos de colores brillantes y el sonido del oleaje, hasta que nos volvamos a encontrar. Te enviaré nubes de ángeles, así no tendrás miedo y te sentirás feliz.
Los días de Martina se diluyeron entre la escuela, los juegos y la mirada perdida en el azul de su frontera. Al atardecer, las nubes, coronas de las elevadas cumbres, le recordaban las incomprensibles historias de su abuelo. Cualquier miedo estaba justificado. “Un solo trueno vuela sobre el mar y los pinos, un movimiento sordo: un trueno opaco, oscuro,” si eso escuchaste, no te preocupes, Martina, “son los muebles del cielo que se arrastran.”
Martina, en el sueño, creyó escuchar a su abuelo: “El viento es un caballo, óyelo como corre por el mar, por el cielo”. Abrió los ojos. No era el viento quién mecía su cama, era la tierra. El suelo de la pequeña isla se movió, estaba segura.
Su padre, para tranquilizarla, llamó a Valparaíso. Escuchó incrédulo la noticia. A las tres treinta y cinco de la madrugada, un viento cálido abrazó a Santiago de Chile, el cielo cambió de tonalidades; minutos después la ciudad se sumergió en la oscuridad. Acostumbrados a los cotidianos movimientos de su tierra, en un principio no se alarmaron, segundos después la tierra se enfureció, las estrellas parecían precipitarse como una cascada de luces finales. Martina le arrebató el teléfono a su padre.
-Abuelo tengo miedo.
-Yo también, hijita. “Tengo miedo de todo el mundo, del agua fría, de la muerte. Soy como todos los mortales, inaplazable.” Lo que nos suceda no está en nuestras manos.
-¿Cómo es la muerte?
-“…como un zapato sin pie, como un traje sin hombre, llega a golpear con un anillo sin piedra y sin dedo, llega a gritar sin boca, sin lengua, sin garganta.”
-No voy a morir nunca, abuelo.
Martina se asomó a la ventana. Las embarcaciones se bamboleaban, el viento no galopaba, estaba ausente. Corrió por la calle paralela al océano. Al llegar a la plaza batió con todas sus fuerzas el gong.
¡Despierta, despierta, mujer! ¡Suena la campana! ¿Escuchas? Espera, ¿fueron dos o tres toques? ¿Llamará a incendio o alguien se murió? ¡Despierta mujer y trae a los niños!
La madrugada se maquilló con el sonido de las campanas, con la prisa de los pobladores quienes corrían por el empinado camino hacia la montaña. Salvaban sus vidas.
El gong guardo silencio, minutos después fue devorado por el océano.
“No es la última ola con su salado peso la que tritura costas y produce la paz de arena que rodea el mundo. Es el central volumen de la fuerza, la potencia extendida de las aguas, la inmóvil soledad llena de vidas.”
Mar, “toda tu fuerza vuelve a ser origen. Sólo entregas despojos triturados, cáscaras que apartó tu cargamento, lo que expulsó la acción de tu abundancia, todo lo que dejó de ser racimo.”


Un enorme silencio a quienes se fueron en esa madrugada.
Un homenaje a dos grandes chilenos, Martina Maturana y Pablo Neruda.

“Como algo que se quiebra perpetuamente, atraviesa hasta el fondo mis separaciones, apaga mi dolor y propaga mi duelo.”