viernes, 7 de junio de 2013

Último encuentro

Se deja abajo Totoloapan y justo donde los zopilotes escarban la tierra para poner sus nidos, está el desordenado conjunto de casas que forman familia con los totoles, los guajolotes y los Cuautle.

—Así de simple es —me había dicho Don Lucio. Aquí en el monte nos necesitamos mucho: cosas, animales y gente, no hay remedio, todos estamos unidos a la tierra.

Caminé junto a mi sombra que inusualmente se escondía atrás de mí. El desorden de cosas impares e inservibles hacían que mis pasos fueran titubeantes. Llegué hasta el gallinero. Un techo improvisado con tela roja, daba sombra a mi maestro. Atento, desgranaba maíz sobre una piedra. Me detuve y respetuosa esperé a que su mirada me descubriera una vez más.

—¡Qué gusto verte! ¿Cómo andan las cosas por allá?

Me acerqué a él para darle un beso en su agrietada mejilla, registro del intenso trabajo con la tierra y con los hombres.

—Muy bien, Don Lucio.
—Se te ve, sí, se te ve.
—¿Usted cómo está?
—Pues yo ya reviviendo porque casi me alcanzan y me llevan pa´ allá con ellos.

Me indicó que tomara medio costal con mazorcas y me sentara frente a él. En silencio comencé a separar el grano. Mis manos inseguras al realizar la tarea, dejaban escapar los granos fuera del montón que ya cubría las botas camperas de Don Lucio. Me observaba y con su pícara sonrisa me dijo:

—Ya ves, así es todo, a cada momento se nos desprende algo y va pa´ donde quiera. Yo casi me voy. No pude con esta enfermedad, dicen que es insuficiencia aquí adentro, en mi corazón. Pasé días y el campo me ganó. Ahora apenas estoy con esto. Mira allá enfrente, es una de mis parcelas, también está atrasada. Cuando mi voluntad y yo no andamos juntas, todo se enreda.

Guardó silencio para que el diálogo se acomodara dentro de mí. Así es Don Lucio, hay que escuchar más allá de sus palabras porque todas tienen una intención. Es más que un sanador de cuerpos y almas, es un hombre que tiene el don de amasar la sabiduría de lo cotidiano.
Siguió hablando de los encuentros pasados, de las ceremonias, de las anécdotas, mientras continuábamos con el trabajo. Señaló lo importantes que son los detalles y después guardó silencio, suspendió la tarea y fijó su mirada en el horizonte.

—Son ochenta y siete años —dijo su nieta mientras se aproximaba—, ya está cansado y ahora me toca a mí cuidarlo.

Mientras todo nos sucedía, a ellos sus particulares pensamientos y a mí los míos, el montón de maíz había disminuido hasta quedar una sola mazorca. Don Lucio la tomó y mientras desprendía los últimos granos, vio el fondo de mi alma y me contestó:

—Qué bonita es la felicidad cuando se presenta sin avisarnos. 


Escribí el cuento porque mi corazón sintió que sería el último encuentro con mi maestro Don Lucio Campos. 
No fue así, aún estaría con nosotros un poco más, lo suficiente para voltearme boca abajo y sacudir hasta el más insignificante de mis recuerdos. 

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