Beata
de la inventiva, hechicera de la creación.
Felipe Galván Rodríguez
Si tuviera que
designar a la pluma de mayor constancia, al hacedor más pertinaz o a la
hiperactividad con menor descanso en los últimos años dentro de la narrativa
editorial poblana, no tendría duda en otorgarle el nombramiento a María Eugenia
Bear Sánz. Autora preferida por la editorial de la BUAP que, por su sorpresiva
constancia, ha venido desarrollando una presencia creciente en lo cuantitativo
que, por lo menos en varias entidades alrededor del Estado cuya capital es la
Ciudad de Zaragoza, no tiene comparación. La editorial de la mayor casa de
estudios poblana ha apostado por la autora ya en por lo menos dos periodos
institucionales; lo cual evidencia que trasciende a autoridades porque su,
valga la redundancia, trascendencia como narradora es indiscutible.
En ocasiones las
circunstancias no favorecen a la fortuna, pero a mí, en el caso de esta autora,
la fortuna ha externado una sonora y prolongada sonrisa por que las
circunstancias de cercanía a María Eugenia Bear Sánz me han permitido seguirla
casi desde sus inicios de publicaciones institucionales que, a no ser por la hasta
hace pocos años, pálida, cauta o bastante discreta capacidad de distribución de
la editorial poblana universitaria, ya debiera estar en latitudes alejadas del
entorno original de esta propositiva creadora narrativa.
¿Por qué digo lo
anterior? Por la sencilla razón de que es precisamente con propuestas como las
de nuestra novelista, como una editorial puede buscar con mayor peso
argumental, su inserción aumentada en el universo de distribución nacional y
más allá.
María Eugenia Bear Sánz
es una autora capaz de seducir a lectores locales; pero también puede hacerlo
con lectores nacionales y de otras latitudes, por lo pronto, de habla hispana.
El haberla seguido
cercanamente durante varias de sus producciones, amén de una satisfacción por el
placer que sus propuestas me han producido, permite visualizar un panorama
general sobre la novelista de quien ahora presentamos Beata hechicera.
He sido testigo de
su diálogo con arquitecturas que se asientan en la historia, en la identidad,
en el renacer contemporáneo del ser hoy asentado en el ayer con enorme
potencial de constructor de futuros. Me ha tocado compartir, tomado de su pluma
impresa, el diálogo con señoritas casaderas que esperaban la inminente llegada
del príncipe azul que estaban seguras, ellas y su mamá, venía entre los zuavos
o asistentes del general Lorencez. La he disfrutado corriendo entre pasadizos
secretos de la historia, de los mitos y de la estructura de la prehispanidad
agobiada por el peso de una iglesia que la apachurra o intenta apachurrarla con
las toneladas de su construcción y la imposición del mito de la Santísima
Trinidad sobre el de Quetzalcóatl, Huitzilopochtli y los Tezcatlipoca rojo y
negro. Incluso la he visto novelar, por encargo y agradecimiento a un general
llegado a tal, entre otras cosas, por haber sido partícipe del magnihistricidio
de nuestro Emiliano. Y claro, si ha sido capaz de novelar todo lo anterior
¿cómo es posible que no hubiera novelado sobre beatas y hechiceras?
Era cuestión de
tiempos. Ahora cumple con ese pendiente y, como casi siempre, lo hace con la
magistratura narrativa que le ha caracterizado casi siempre.
Beata y hechicera es una propuesta narrativa de alto
camino recorrido en la ruta de constantes culturales occidentales. La mitología
negra de la maldad, venida del ser del averno vuelto amenaza para la humana
congregación del Dios bueno, occidental y justo; tan justo que se erige en juez
de conductas, de herencias y de finales de vidas por necesidad de purificación social. Fundando entonces una ideología
de vigilancia, persecución y castigo; acciones que sustentaron el oficio de
quienes bajo el supuesto mandato divino se encargaron de normar conductas,
detener amenazas y calificar genéticas… porque la genética tiene asiento, o
puede tener asiento, en el fenotipo que el mundo mira.
Cuando dice:
La belleza desbordada sólo podía haber sido urdida por
el enemigo de las almas cristianas que habita, según sabían, pero nadie
admitía, en la cueva de Las Brujas.
¿Quién califica la
belleza decidiendo cuál es, no solo tal belleza, desbordante desde su punto de
vista? Pues alguien para quien solo la belleza desbordante es obra del enemigo
de las almas cristianas, que es calificado de enemigo de las almas cristianas
por, tal vez, el criterio del mismo calificador de la belleza desbordante, ese
que todos saben que habita en algún maligno lugar, aunque no admiten que ahí
habita.
Ahí está el
calificativo inherente a la acción. Porque ese juicio o la premeditación del
juicio es la puerta de entrada para el largo proceso de la elección de culpable
o culpables de lessa tranquilidad, de
alterar la paz de las buenas costumbres, de ubicarse como almas diferentes que
requieren de la purificación social. La institución inquisitorial ejerce su trabajo
a los llamados, señalamientos o intereses del pueblo, de una porción de este o de
los intereses de algún poderoso miembro de la comunidad.
Por supuesto el
señalamiento puede ocultar turbios intereses económicos y/o de poder político,
moral o ideológico; pero también se adereza con un enorme grado de ignorancia
basada en problemas de fe, o mejor dicho, de obediencia ciega a una hegemonía
de pensamiento que contundentemente indica, señala y empuja a conductas
sociales de segregación con consecuencias que, incluso, pueden ser mortales
para el o los señalado o señalados.
Afortunadamente la
naturaleza humana es rica, amén de la fortuna o el infortunio de circunstancias
en las que el ser humano se desarrolla. Y hete aquí que la migración es una
posibilidad por la que se puede cambiar de pueblo en la misma región gallega,
de país en la misma Europa o de continente, yendo al llamado nuevo mundo con
las características medievales del viejo mundo, globalizando con el transporte
ideologías que se hacen prácticas y costumbres que pueden asumirse en
locaciones novedosas.
Tenemos entonces
señalamientos diabólicos, actitudes inquisitoriales, herencias de ignorancias,
genética de imitación, transterraciones y criterios medievales en pleno siglo
XXI. Estas y otras circunstancias que el primer acercamiento a Beata y hechicera me permiten, la hacen
ampliamente recomendable para su lectura. Pero los ingredientes no son todo lo que
el texto propone. Todo el corpus es un condimento de platillo fuerte para
sensibilidades degustativas. De ahí el que no deje de llamar la atención el
juego denotativo del título y la actividad de quien lo prepara para nuestro
consumo que enriquecerá o no nuestro horizonte, dependiendo del sazonado que el
propositor le haya aplicado en relación directa con nuestra acepción. Es en
este punto en que la autora María Eugenia Bear Sánz realiza su platillo para
banquete titulado Bruja y hechicera,
como una auténtica bruja que elige y una hechicera que transforma eligiendo con
sensibilidad, mezclando con justeza, templando con sensibilidad y dosificando
las presiones con la exactitud de la natural sabiduría que todo sazonador de
producto artístico literario requiere para que el segundo creador, aquel que
nuestro Umberto Eco denominara Lector in
fabula, realice su trabajo, complete el acto creativo con sus ojos, su
mente, experiencia y sensibilidad.
Ese es el punto
exacto que la bruja María Eugenia deja en este texto, para que disfrutemos de
él recreándolo con nuestra poca o mucha sensibilidad abierta para receptar,
recibir, asumir lo que la hechicera nos deja como manzana envenenada dispuesta
a meternos al sueño de varios siglos de antigüedad, que llegan a este ahora que
leemos a la bruja-hechicera Bear Sánz, en una historia que es de sus
antepasados pero que, no nos puede engañar, es arte de su capacidad para
provocarnos el sueño de vivir muchas vidas de ese su ayer que es de ellos, de
ustedes, de nosotros, de ella y él, tuyo y, confieso sin ambages, mío por los
siglos de los siglos brujiles y hechiceros… amén.
¡Los nahuales nos perdonen!