En una entrevista reciente, nos hicieron la pregunta de cómo
documentábamos las novelas. Surgieron dos criterios: la otra escritora comentó
que ella no tenía inconveniente en buscar la información en la red, puesto que
en ocasiones escribía acerca de lugares que le sería imposible visitar. Agregó
que consideraba que la imaginación del escritor complementaba las sensaciones e
imágenes.
Expresé que yo hago mi labor de ratón, pero de biblioteca, y
hurgo en libros, revistas y archivos; me apoyo en entrevistas y un registro
fotográfico. Un poco a la antigua. Por supuesto que también investigo en las
publicaciones de la red, dejándolas en la última opción.
De la investigación en España de la primera parte de la novela |
Documento del año 1500 y las llaves del Arca de las Tres Llaves (Abándames, Principado de Asturias) |
Bien, el preámbulo obedece a la visita a la hacienda de
Santo Domingo Atlapaleca, en el municipio de Libres, en el estado de Puebla,
México —por cierto, de ella no se encuentra ninguna información en la red—. En
estos meses documento para la segunda parte de la novela que escribo. En
respuesta a quienes gustan de caminar poco a poco y documentar a la antigua,
les comparto los lugares, sensaciones y magia con la que me encuentro en este
proceso.
Nos citamos con Margarita, Rubén y Luis Adrián Carmona, de
la hacienda de San Roque, en Tepeyahualco, lugar en donde nació la novela de Los muertos de mi vida. Ellos nos
llevarían a la vecina hacienda de Atlapaleca, con don Carlos G.
En el campo, la medición del tiempo, incluso creo que su tránsito,
es diferente, porque obedece a
situaciones poco frecuentes para quienes habitan en la ciudad. El retraso, en
este día, se debió a un entierro y a que Luis Adrián cuidaba la porqueriza.
En respeto a la marrana parturienta, decidí hacer una foto a la prolífera vecina |
Mientras esperábamos a que pariera la marrana, bebimos una
cerveza y caminamos por lo que antaño había sido cárcel, cuartel y hospital.
En
la novela refiero la anécdota de aquel batallón que fue auxiliado y por temor a
que los zapatistas descubrieran que escondían a constitucionalistas, en la
hacienda de San Roque, los encerraron en ese recinto. Poco a poco murieron pero
sus almas quedaron ahí atrapadas. Fue por medio de una vidente que obtuvimos
las sorprendentes informaciones que coincidían con los datos históricos y
Margarita logró liberar sus atribulados espíritus, o al menos eso pensamos.
Portón original |
No
les cuento más, lean la novela, pero lo que sí les comparto son las fotografías
de ese espacio. Imagínenlo techado, con troneras que dejaban pasar leves
rayitos de luz, la humedad y el frío característico de esa maravillosa zona
poblana de Tepeyahualco.
Por cierto, Rafael hizo gran amistad con el “Siete Muertes”, el cariñoso novillo de lengua rasposa; “como todas las vacas y
toros”, me dijeron, pero para mí fue la primera vez que un novillo me relamía a
su antojo.
Detalle del horno de ladrillos |
El horno |
La marrana continuaba con los cerditos atorados, por más que
Luis Adrián se esforzaba en hacerla parir. Decidimos darle un poco más de
tiempo y nos dimos una vuelta por el antiguo horno de ladrillos, en donde se
cocieron todos los empleados en la construcción de San Roque. Un lugar
maravilloso en el cual paseaban los borregos, ajenos a nuestra presencia.
El casi primerizo “veterinario”, debió quedarse con la
puerquita valiente. Nos dirigimos a Atlapaleca con Margarita y Rubén. Nos
esperaba don Carlos acompañado por su amigo Juan.
El cerro sin nombre, el llamado de Atlapaleca, se cubre con
cientos de nopaleras y se sitúa a un costado de la hacienda; la esconde, la resguarda. El verde fulguraba debido a la fina lluvia. Los aromas
desprendidos se mezclaban con el de la tierra, roja, suave. Luego me enteré que
justo eso significa Atlapaleca: Atl, agua y tlapalli, pintura. Sería el lugar
de agua rojiza coloreada por la tierra.
Fachada exterior de Santo Domingo Alapaleca |
Carlos ha preservado la información y con ella datos valiosos que nos acercan al estilo de vida de aquellos remotos tiempos de la Colonia, durante la Independencia, la Reforma, la Revolución y hasta el presente. Pocas haciendas cuentan con la información detallada contenida en testamentos, libros de raya, recibos, cartas, pinturas, fotografías, y hasta el nostálgico tocadiscos localizado en el comedor. Como bien comentó Carlos: "recorrer la hacienda es un viaje por el tiempo". Agregaría: por muchos tiempos, muchos recuerdos y sobradas nostalgias.
Y escuchar a Los Panchos, en un disco de 33 revoluciones, no tiene precio |
Si alguna vez se preguntaron si existían las lavadoras en 1900, aquí está la respuesta |
El reflejo del pasado en la ventana |
Detalle del salón Durante la Revolución, el muro principal sirvió como paredón de fusilamiento |
Vista general desde la habitación, al fondo, el salón principal |
Agradecemos la hospitalidad y la deliciosa comida que Carlos nos ofreció. La inigualable compañía de Juan R. Día de charlas y de llenarnos de imágenes hermosas, bajo la tupida lluvia.
Admiro el amor y pasión que Carlos tiene por la historia de
Atlapaleca. Gracias a esa entrega a la Tierra en la que han vivido, se han
podido conservar los datos desde la fundación de la hacienda hasta la fecha.
Las preguntas obligadas, al caminar por los espacios, giran alrededor de
quienes la habitaron, sus ansias, los secretos, los sueños. Algunos no han
podido alejarse de Atlapaleca y aún rondan por la casa. Se manifiestan y nos
despiertan más preguntas de las que quisiéramos formularnos. Pero esas
historias las dejo para la novela y será mi señor Ejecutor del Santo Oficio, el
tiu Juan, quién deba darnos las respuestas…
Continuará…
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