Y dale con las fiestas patronales
A la escribanía llegaron los ecos de Zonzonique, el pueblo escondido en las faldas del volcán Iztaccíhuatl, en donde todo puede suceder. Cuentan que ahí llegaron, quienes no encontraron paz, luego de la Revolución. Soldaderas resignadas y soldados desnortados, acomodaron sus huesitos, en donde ni la voz del creador es escuchada. Se quedaron quietecitos, por años, a la espera de que algo memorable sucediera.
Las siestas en Zonzonique son similares a una hibernación, pero los sucesos recientes los despertaron, poniéndolos a chambear. Tardó en encontrar el jorongo, los huaraches y el machete; de prisa atravesó el barranco presentándose al alba en la casa de Bartolina.
—¡Levántese mi chula, que anoche llegó Andrés! No aquel que visita a las mujeres cada mes, sino Potocietos, el hermano mayor de san Pedro, al que festejan el 30 de noviembre. En la mano traía su libretita, con los nombres de los valientes y sin aspiraciones, dispuestos a morir en la pachanga. Así andan las cosas, con los del pueblo de al lado. Eso sí, Bartolina, dispusieron los puestos de “jaletinas” de colores radioactivos, panes, pizas y chucherías, conservando la sana distancia. Seguro pensaron que así, podían estar sin el paliacate en el hocico, aunque debo decirle que los sensatos lo traían puesto, con la nariz de fuera.
—¡No me diga eso, don Bartolo! ¿Cuándo nos dejarán descansar tranquilos?
—Ni pare la trompa, muñequita linda, y avise a las comadres que tendrán que empinarse en el metate, a preparar el mole, porque en el pueblo de al lado le abrieron las puertas a la señora de la corona.
—De verdad se pasan, Bartolo, nos dijeron que a lo mucho serían unos sesenta mil y ya vamos por el triple. Así no se puede. ¿A dónde los vamos a acomodar?
—Pues qué le digo, mi chula, mis compas están ocupadísimos con el espachurramiento que hay ahorita. ¡Ni las listas de recién llegados han podido rellenar! A mí me late que los vivos quieren venirse con nosotros, porque ya no aguantan estar del otro lado.
—¿Tan mal andan las cosas?
—Ni por dónde comenzar a contarte. Mejor así lo dejamos, mi prietita chula. ¿Me convidas un champurrado y un tamal, mientras hablamos quedito de nuestras cosas pendientes?
—No me encime el pistolón, don Bartolo, o tendré que llamar a doña Susanita.
—A esa vieja nadie le hace caso, Bartolina, además, ¿a nosotros qué?
—Desde que aprendió a leer anda usted muy engreído, don Bartolo.
—Ay, chulada de mujer, debía verme con los ojos del recuerdo, así todo parece bonito. Tiempos aquellos, montado en Canalla, con el uniforme reluciente y el fusil a lo alto.
—¿Escucha las campanas y los cohetones? ¿Tan pronto estiraron la pata los de la fiesta?
—No, Bartolina, anuncian la misa, ahí caerán contagiados los que anoche se salvaron. Como ellos dicen: diosito dirá.
—Ya ni la amuela, don Bartolo, ¿cómo puede reírse de la desgracia que se avecina?
—Si a ellos les importa un carajo, ¿por qué a mí debe preocuparme? No sea malita, unos besitos, y me voy contento con los compadres.
—Pues con poquito se conforma.